jueves, 27 de octubre de 2011

Proyecto Sophía, día 21. 12 de julio de 2011.

No he dormido por poco más de 24 horas, me lo he pasado cociendo los atuendos que usaré para mi última participación frente a las cámaras.

La dinámica original se cambió un poco cuando me di cuenta de mi nueva necesidad. El principio se desarrolló tal como lo esperaba, compartiendo el tiempo con la familia, los amigos y los desconocidos cotidianos para así obtener una nueva experiencia estética, descubrir los límites del comportamiento al enfrentar a la gente a una apariencia totalmente fabricada y hacerle a Sophía una vida propia.

Mi objetivo final pasó pues de vivir dentro de un concepto intimista a la necesidad de abordar la concepción universal de la mujer.

Temprano llagué a Guanajuato (de ahí salí y ahí volveré siempre), con la maleta llena con tres nuevos atuendos y 10 centímetros negros de tacón.

Me cambié y salí a la calle.

Primer atuendo: Burka de gasa beige con letras de piel al frente (covergirl).
Los estándares de belleza varían tanto como es posible, la religión, las costumbres, la economía y las capacidades físicas afectan el modo en que una mujer “puede” salir a la calle.
Yo salí cubierta de la mayor parte del cuerpo, con los ojos descubiertos y maquillados, enmarcados por el letrero Covergirl (chica de portada) en letras doradas de piel.

Ser una mujer digna de aparecer en las portadas de revista es uno de los objetivos secretos de la sociedad, para ello es necesario ser bella, libre y natural, según reza el slogan de la marca de cosméticos, pero para ello es necesario adecuar el cuerpo físicamente, cubrirlo con los colores y los patrones adecuados (adecuados al sistema en turno), el cuerpo es entonces todo, menos libre, bello o natural, se convierte en el relleno lánguido de una estructura arquitectónica que sí debe mostrarse. Para mí, la burka se vuelve entonces la analogía universal de la función del vestido, es el símbolo más adecuado para denotar el papel de la mujer.

Es ahora cuando mi argumento parece ser uno de los más antiguos y trabajados a lo largo de la corta historia de la liberación femenina, pero lo cierto es que se renueva en mi percepción práctica; la evolución de las ideas de las sociedades humanas ha permitido declarar que las mujeres pueden usar mi faldas si así se desea, llevar el cabello tan largo como quieran, ponerse o no un sostén o caminar con pantalones, pero lo cierto es que la estructura corporal misma y la interacción mujer-mujer-hombre no lo permite, por lo que, en cuanto a apariencia se refiere, lo mismo da usar una burka que un bikini de dos piezas, el papel del vestido es claro (entiéndase vestido de forma universal.), darle al cuerpo el carácter de uno u otro rol.

Voy por las calles de la muy estable vida guanajuatense bajo la burka, con los tacones negros para confirmar que lo que está debajo es una mujer, que se muestra y vende como tal aún bajo la tela que apenas permite ver el rostro con los mismos pasos de una pasarela recta, posando cada tanto y permitiendo que la gente se pregunte qué pasa.

En la plaza de los ángeles hago mi última parada con el primer atuendo y retiro la burka, respiro un poco mejor y el aire refresca el sudor que removió un poco del maquillaje.
Ahora presumo un chaleco de piel amarilla, la misma piel que antes formaba el cuerpo de “Pluto”, la mascota del ratón (¿?) más conocido del mundo.

El chaleco envuelve mi torso mientras sigo adelante, la gente continúa viéndome pasar, atravieso la calle y el autobús se detiene a pocos metros, posando unos momentos planteo mi profecía de lo que sucederá en el sistema de las modas. Las posibilidades son incalculables en cuanto a materiales, eso mientras aún exista material. En algún momento comenzarán (si no inició ya) a buscar entre lo irreal e inimaginable, y no me refiero a los abrigos que usan personajes del pop fabricados con pequeños peluches, si no a los personajes en sí, a reciclar todo cuanto sea posible para no quedar atorados (¿hasta entonces entenderemos cómo acabamos con el mundo?).

Hacia el mercado Hidalgo para el último atuendo. En el cruce central de los pasillos me deshago del chaleco y el blusón negro.
Franjas negras y blancas verticales en el vestido (las rayas horizontales engordan (mm)), con aretes gigantes y una palabra concreta en el pecho: “PERFECTA”.

Ambos “no colores” son la muestra básica de un vestido, aún cuando cada año se muestran cientos de colecciones de prendas innovadoras, el negro y el blanco están siempre presentes, como un intento por homogeneizar al ejercito del consumo. Los aretes cuelgan desde mis lóbulos hasta el pecho, en grandes ruedas que pesan y modifican la estructura de mi rostro.

El intento por conseguir hacerse a la carrera del diseño y los sistemas de la moda siempre se crea bases en el exceso, tanto en los costos (que es el pensamiento inicial) como en las pretensiones y ambiciones en la composición del branding y de las marcas, ahora no sólo es necesario colocar miel para atraer a las abejas, si no ponerle cristales swarovsky.

Mis brazos están marcados en el cuello y las articulaciones de hombros y muñecas, soy la maniquí del aparador, dispuesta a usar y dejar de usar para ser usada al mismo tiempo, para componer las imágenes dentro del recuadro, pero con las limitaciones correspondientes a las piezas ensambladas.

Termino el recorrido de pié en la alhóndiga de granaditas, donde se inventó la historia de un hombre cargado con loza en la espalda y ahora yo termino ésta parte de la mía, con los pies tallados por los tacones y el rímel corrido por el calor, terminando con mi propia batalla.

Unas horas más tarde entro al baño de mujeres en el restaurante para quitarme los tacones y ponerme los zapatos.
En uno de los cubículos sustituyo el atuendo por otro más simple, playera y pantalón sin más recursos de espectáculo. Se me ocurre mirar al techo y encuentro un espejo, qué imagen tan rara, ¡algo parecido a mi (Josué) en el baño de mujeres!

Sophía volvió a su sitio y yo al mío.

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